EL
ORIGEN DEL SER HUMANO
Al ser humano siempre le ha
interesado conocer de dónde viene, entre otras cosas porque para saber qué es y
a dónde puede ir es importante conocer cuáles son sus orígenes.
Durante la segunda mitad del
siglo XIX, surgió la idea de que el ser humano procede evolutivamente de
especies animales antropoides; los más parecidos al ser humano son los
clasificados en la familia de los póngidos (gibón, siamán, orangután,
chimpancé, gorila.) quienes, junto con los homínidos, forman la supe familia de
los hominoides o antropoides. Y de los homínidos, la única especie viviente es
la del ser humano, Homo sapiens.
Aunque no se ha determinado cuál
fue el último antepasado del Homo, sí se han encontrado abundantes restos
fósiles del denominado eslabón perdido, que permiten reconstruir el proceso
evolutivo hasta llegar a la forma actual de ser humano. En este proceso,
denominado hominización, se han identificado distintas especies, de modo que el
Homo sapiens surgió hace unos 100.000 años en África y Oriente medio y hace
unos 40.000 en Europa. Era nómada y vivía de la caza, pero comenzó a practicar
también la ganadería y la agricultura; fabricaba armas e instrumentos, como
hachas y cuchillos de piedra; utilizaba ropa cosida y se adornaba, enterraba y
trataba a los muertos con reverencia, y produjo diversas obras de arte
(Altamira, Lascaux.)
En un nuevo proceso denominado
humanización, el hombre se independiza progresivamente de la presión natural
del medio porque se adapta a él no sólo biológicamente, esto es, actuando
condicionado por su estructura fisiológica, sino también a través de un mundo
de cultura que él mismo crea y le hace ser como es.
LA
ESPECIFICIDAD DEL SER HUMANO
Una manera útil de descubrir la
especificidad del ser humano consiste en comenzar comparándolo con los animales
y determinar las semejanzas y las diferencias que existen entre ellos.
Desde un punto de vista genético
y bioquímico, no hay grandes diferencias entre el ser humano y los antropoides,
incluso el número de cromosomas es muy parecido. No obstante, las diferencias
anatómicas son muy significativas y probablemente fueron favorecidas por la
selección natural (reducción tamaño dientes, habilidad precisa en manos,
posición erguida, desarrollo cerebral.)
Respecto al comportamiento, el
ser humano tiene los rasgos propios de la vida animal puesto que goza de
independencia respecto al medio y de control específico sobre sí, pero además
goza de capacidad de simbolización, lo que supone una comunicación mediante
símbolos y no solo mediante signos naturales (el animal simbólico de Cassier);
de vivir en la realidad, puesto que nuestra inteligencia nos permite captar las
cosas como realidades, como algo distinto a nosotros pero en relación con
nosotros (el animal de realidades de Zubirri); del sentimiento del propio
cuerpo, desde donde obtenemos noticia de mi existencia, situación, impulsos,
pretensiones, limitaciones y poder, conocimiento que, irremediablemente,
conlleva un sentimiento, una toma de conciencia, de ahí que al hacernos cargo
de la realidad a la vez que percibimos por los sentidos quedamos
sentimentalmente afectados adquiriendo un tono vital determinado y nos sentimos
impelidos a actual voluntariamente de una forma y no de otra; de la apertura al
mundo, ya que el ser humano por su inteligencia es capaz de entender cosas que
están más allá de la situación en que se encuentra en el espacio y en el
tiempo, y por su voluntad es capaz de quererlas, y es por eso que no está
encerrado en su medio vital como en animal, sino que se halla abierto al mundo,
entendiendo por mundo el medio que transformamos mediante la acción, dotador de
sentido al conocimiento, que a su vez nos modifica; del libre albedrío, puesto
que el ser humano es el único animal capaz de decir no a la satisfacción de sus
apetencias instintivas y de elegir el futuro; de la inconclusión, puesto que el
ser humano nunca está concluso sino que, al contrario, siempre siente el deseo
del más (animal de promesas de Nietzsche); del ensimismamiento, porque el ser
humano tiene un sí mismo desde el que es capaz de orientarse y regir sus
acciones forjando sus ideas y proyectos, de ahí que las personas que no planean
la vida desde sí mismas sino que son dirigidas por contextos circunstanciales
externos o por los demás en realidad han abandonado su ser personas; y de la
capacidad de imaginar y razonar, puesto que la fantasía es la capacidad
innovadora que nos permite proyectar ordenadamente a través de la razón (animal
fantástico de Ortega y Gasset).
Junto al comportamiento, la vida
cultural es el rasgo diferencial más llamativo del ser humano. Mientras que la
vida biológica está basada en la transmisión de información genética, la
cultura es posible por un conjunto de capacidades que no tienen los demás
animales, lo cual hace que podamos hablar de una cultura, esto es, un conjunto
de realidades que hemos producido como consecuencia de nuestra vida en sociedad
útiles para entender el mundo que nos rodea, orientándonos en él actuando
eficazmente para sobrevivir. La cultura es así, al mismo tiempo que in producto
del ser humano social e histórico, el instrumento por el que la sociedad
configura al individuo y lo hace capaz de pertenecer a ella.
No obstante, de todo lo anterior
no es posible dilucidad con total certeza si la inteligencia es o no una facultad
privativa del ser humano. Todo depende de qué se entienda por inteligencia; si
entendemos la capacidad de modificar el medio o utilizar algún instrumento para
satisfacer las necesidades vitales, entonces se encuentra ya en algunos
animales, aunque hay que distinguir entre las acciones fijadas en forma de
instintos y las acciones ocasionalmente inventadas para resolver apremiantes
necesidades vitales; pero si por inteligencia entendemos la capacidad de
aprehender las cosas como reales, o de convertir los signos en símbolos, o de
concebir ideas universales y abstractas, entonces sólo el ser humano tiene
inteligencia.
Por otra parte, cabe preguntar si
la inteligencia humana es tan sólo un desarrollo cuantitativo de lo que hace el
chimpancé o existen también diferencias cualitativas. Se trata de una cuestión
compleja, si bien es cierto que podemos aceptar diferencias esenciales
consistentes en la no trascendencia del plano del esquema operativo
estímulo-respuesta; su respuesta se halla limitada a esa situación, mientras
que el ser humano es capaz de proyectar resoluciones situacionales más allá de
un espacio y un tiempo actuales.
LA
GÉNESIS SOCIAL DEL SER HUMANO
La pregunta por la naturalidad
sociable del ser humano se ha planteado desde que se alumbró la razón. A
grandes rasgos, se han ofrecido dos líneas de respuesta.
Hay quienes defienden que vivir
en sociedad no es una exigencia natural, ya que la sociedad es básicamente una
construcción artificial surgida como mal menor para hacer posible una
convivencia precaria pero inevitable (teorías contractualistas, Hobbes,
Rousseau). No obstante, partiendo de la base de que el ser humano es un animal
político, como ya caviló Aristóteles, necesitamos la sociedad para que nos
aporte realización de acuerdo a nuestras capacidades. De hecho, el ser humano
es un ser lleno de carencias y necesidades que solo pueden ser satisfechas en
el marco social; sólo en ella la perfección es alcanzable, así como la
felicidad que nuestra naturaleza nos permite y exige continuamente. Por ello,
vivir en sociedad es una exigencia de la naturaleza humana, siendo la razón
aquello que nos permite conocer el bien y el mal, lo justo y lo injusto,
poseyendo una naturaleza moral que es la base y condición de la sociedad.
EL
DINAMISMO DE LA SOCIALIZACIÓN
Nacemos perteneciendo a
determinados grupos sociales: familia, barrio, pueblo, nación. Y adquirimos una
identidad social a la vez que adquirimos una identidad personal; esta última
nos permite mantenernos como personas únicas y singulares, mientras que la
identidad social nos permite mantener unos valores compartidos con otras
personas.
Tanto la identidad personal como
la social se adquieren con y por los demás a través de un proceso de
socialización por el que adoptamos los valores, usos y costumbres de la
sociedad a la que pertenecemos y nos identificamos con ellos. Así, la
socialización puede definirse como el proceso por que un individuo interioriza
la cultura de la sociedad en la que vive, desarrolla su identidad y se
constituye como persona; este proceso se prologan durante toda la vida del
individuo, si bien es posible distinguir dos etapas diferenciadas. Podemos
hablar de una socialización primaria, en la que el objetivo ulterior trata de
introducir al individuo en la sociedad, y que no es meramente cognoscitivo,
sino que tiene una gran carga emocional; y de una socialización secundaria,
donde se interiorizan mundos institucionales que contrastas con el mundo de
base pre adquirido. Y es aquí donde entran en juego nuevos agentes de
socialización, como las instituciones laborales, políticas y religiosas; en
esta etapa, dentro de ciertos límites dados por al socialización primaria, es
donde se podrá optar y elegir el sector social donde se quiera introducir el
individuo, interiorizando las reglas del juego que en él funcionan. La
interacción social tiene una menor carga afectiva y los papeles sociales
comportan un alto grado de anonimato; ni en el centro educativo, ni en la
calle, ni en el trabajo se produce ni exige aquél trato afectivo propio de la
infancia; los papeles sociales son más intercambiables, al separarse fácilmente
de las personas que los asumen, adquiriendo distancia del papel social. Otra
diferencia importante estriba en que mientras que en la socialización primaria
el conocimiento se interioriza casi automáticamente, en la secundaria es
preciso un refuerzo mediante técnicas pedagógicas específicas y ciertamente
complejas.
En este proceso de maduración
puede aparecer crisis de crecimiento. Algunas se producen poco después de la
socialización primaria, cuando el sujeto reconoce que el mundo de los propios
padres no es el único que existe, sino que existen otras perspectivas, lo cual
suele conducir al individuo a plantearse problemas de coherencia personal y de
identificación; no obstante, se necesitan crisis muy fuertes para desintegrar
la realidad interiorizada durante la primera fase de la infancia, puesto que
normalmente la socialización secundaria no destruye el pasado, sino que
construye tomándolo como base.
La resocialización es un proceso
que consiste en la interiorización de los contenidos culturales de una sociedad
distinta a aquella en la que el sujeto se ha socializado. Este es un hecho que
está alcanzando una importancia significativa en nuestro país (y otros países
desarrollados) como consecuencia de los flujos migratorios actuales, y es por
ello que en este marco de consciencia de dificultad del proceso de
resocialización los valores de integración, aceptación e igualdad constituyen
una barrera infranqueable.
Los procesos de resocialización
se asemejan, de hecho, a los de socialización primaria, aunque son diferentes
de ésta porque no parten de cero. De ahí que supongan un proceso de
desmantelamiento de la anterior perspectiva de la realidad y una nueva
identificación fuertemente afectiva.
Suelen darse en situaciones de
crisis profundas cuyas causas pueden ser, por ejemplo, procesos de crecimiento
personal, cambios sociales rápidos o choques culturales generados precisamente
por la emigración. Un claro ejemplo es la resocialización que experimentan
quienes ingresan en una secta, ya que los dirigentes de este tipo de
organizaciones dominan los mecanismos de resocialización, de modo que el
proceso incluye una nueva interpretación de la biografía anterior, del
significado de los hechos y personas que configuraron el pasado de la persona
que se resocializa.
No obstante, como ya dijo Mead,
el hecho de que todas las personas estén constituidas por procesos sociales, o
en términos de ellos, y que sean reflejos individuales de ellos, no es en modo
alguno incompatible con el hecho de que todas las personas individuales tienen
su individualidad peculiar, su propia pauta única, ni destruye tal hecho.
LA
TRADICIÓN
Mediante el proceso de
socialización recibimos de las generaciones anteriores un cierto modo de estar
en la realidad, de interpretar lo que nos rodea para poder desenvolvernos, y de
este cúmulo de saber forman parte las tradiciones; la tradición es pues aquello
que se arrastra de atrás, aquello que recogemos ya elaborado por quienes nos
han predicho. La tradición se compone de conocimientos, experiencias,
creencias, normas. Que abarcan y traspasan todo el quehacer humano.
Las tradiciones son fruto, pues,
de un proceso histórico por el que las generaciones anteriores van entregando a
las posteriores formas de dar sentido a las cosas, pero también poder y
posibilidades. Las personas estamos abiertas a realizar múltiples
posibilidades, de tal manera que en nuestra vida nos vamos apropiando de unas y
renunciando a otras. Es cierto que a lo largo de la historia se han perdido
posibilidades, como nos ocurre en nuestra vida personal cuando la apropiación
de algunas malogra otras; pero también es cierto que los primeros humanos tiene
un abanico de posibilidades muchísimo más reducido que el que nosotros hemos
recibido.
Por eso, aunque la tradición
puede constituir un bagaje de saber, también es una forma de autoridad, que nos
llega a limitar y condicionar hasta el punto de que puede llegar a constituir
una contrapartida de la libre autodeterminación y, por tanto, opuesta a la
razón y al progreso. De ahí que no sea preciso defender y continuar la
tradición, sino que sólo sean mantenidas si son aceptadas, reafirmadas y
cultivadas para el avance de la sociedad hacia la utopía final. El
conservadurismo tradicional sustenta su autoridad en el reconocimiento de
quienes confían en las experiencias que otros les han transmitido, y es por
ello que es básico reconocer el derecho fundamental de dotar al individuo la
capacidad plena y la libertad necesaria para aceptarlas o rechazarlas sin
injerencias externas.
ANTE
LA DIVERSIDAD CULTURAL
Resulta obvio que España se halla
en un contexto de multiculturalismo inherente a su propia esencia. El
multiculturalismo es, en principio, un hecho; el hecho de que en un determinado
espacio social han de convivir personas identificadas con diversas culturas.
Esto ocurre en multitud de lugares en todo el mundo, y en todos ellos existe
una cultura central y otras que conviven con ella y se sienten marginadas.
Así entendido, el
multiculturalismo es un fenómeno antiguo; por ejemplo, en nuestro país, durante
la Edad Media convivieron la cultura cristiana, judía y musulmana en un mismo
territorio, y se intentó favorecer esa convivencia con escuelas de traductores
como la de Toledo, desde el siglo XVI, el problema se plantea con el
descubrimiento del Nuevo Mundo, cuando los misioneros españoles defienden
expresamente que los indios son también seres humanos y tratan de comprender su
cultura.
Sin embargo, en los últimos
treinta años el problema se ha agudizado en la medida que los inmigrantes y los
grupos nacionales situados en el contexto más amplio de un Estado-nación exigen
y reclaman el legítimo derecho de respeto a su cultura; no se trata de tratar de
asemejarse a la cultura central del país, sino de respetar su propia identidad
cultural. Desde esta perspectiva, el multiculturalismo español significa que
una estructura central no puede constituir el núcleo al que las culturas de los
diferentes pueblos de España busquen asimilarse, sino que es preciso aceptar
que existen diversos núcleos culturales entre sí. En esencia, se trata de una
confederación de sociedades, pues existen diferentes tipos de grupos
minoritarios que buscan formas de incorporación en o de relación con las
sociedades más grandes; éste es el espíritu, por ejemplo, de la Unión Europea.
No obstante, es cierto que
existen diferentes tipos de multiculturalismo (polietnicidad, conjunto de
grupos marginales.); en España, resulta evidente que el modelo de
multiculturalismo existente es de tipo multinacional, pues nos hallamos en
un Estado en el que convivimos distintas nacionalidades. En este marco, las
minorías están en su derecho a exigir que se les reconozcan derechos de
autonomía, como hace el actual Estado de las Autonomías heredado de la
organización territorial de la II República, o bien constituir un Estado
distinto (al derecho de autodeterminación de los pueblos nos referiremos
posteriormente). No obstante, desde la izquierda pensamos que la unión y la
cooperación son los mejores aliados de las sociedades, en vez de la crispación
y la confrontación; y es por eso que, aun, como no podía ser de otro modo,
reconociendo el derecho de autodeterminación de los pueblos y respetando las decisiones
que pudieren adoptar al respecto, la mejor opción para una convivencia pacífica
en este contexto multicultural que presenta España consiste en la ampliación
del actual modelo de Estado, adoptando un modelo confederal o, en su defecto,
federal.
Es importante huir de actitudes
centralistas, defendidas por los sectores más conservadores; abogar por un
interculturalismo, partiendo del respeto a las demás culturas, supera las
carencias del relativismo cultural al propugnar el encuentro entre las diferentes
culturas en pie de igualdad. Se trata de reconocer la naturaleza pluralista de
nuestra sociedad comprendiendo la complejidad de la relación entre las diversas
culturas, tanto en el terreno personal como en el comunitario, promoviendo el
dialogo y la colaboración en la búsqueda de respuestas a los problemas comunes.
En definitiva, el interculturalismo propone aprender a convivir en nuestra
sociedad pluralista entendiendo que la diversidad es una fuente de riqueza. Así
pues, si el multiculturalismo es un hecho, el interculturalismo es la actitud
que deberíamos adoptar ante este hecho; una actitud que se opone a la
asimilación, la separación y la marginación, apostando por la integración.
Consiste en mantener la identidad de cada cultura y en valor positivamente las
relaciones entre ellas, tanto por parte de las sociedades como por parte del
fenómeno inmigratorio actual, favoreciendo la interculturalidad si se entiende
como integrarse unos con otros y no como el mero integrarse en un espacio
social. Y legislando, como no podría ser de otro modo, desde esta perspectiva.
El dialogo entre las culturas es
una exigencia de nuestro tiempo, pues ya empiezan a aflorar las decadencias del
Estado de las Autonomías. Necesitamos dar respuestas comunes a retos que se plantean
a todo el país, y para ello es preciso adoptar una actitud relativista y
universalista al mismo tiempo si que ello suponga ninguna contradicción. Según
el relativismo, cada cultura es como es, de modo que ninguna es superior a otra
y, por tanto, cada una de ellas no es inferior a ninguna otra; pero esto no
debe suponer un problema para establecer una comunicación entre culturas,
puesto que, además de que supondría un aislamiento en un mundo donde las
telecomunicaciones permiten unir instantáneamente a dos personas cualesquiera
del mundo estén donde estén, también es cierto que, desde el universalismo, las
culturas necesariamente entran en contacto unas con otras, descubriendo los
valores compartidos, entre los cuales destaca especialmente el respeto intercultural.
Esto conduce a adoptar una actitud claramente intercultural que permite un
dialogo real entre las culturas y, por tanto, quedan rechazada cualquier
actitud de tipo nuclear.
Los valores universales, que
configuran un mínimo indispensable para llevar a cabo un diálogo fecundo,
pueden concretarse en el respeto a los derechos humanos, el aprecio de valores
como la libertad, la igualdad y la solidaridad, y la defensa de una actitud
dialogante, posible por la tolerancia activa, no sólo pasiva o indiferente, de
la persona que quiere llegar a entenderse con los demás porque está interesada
en ese entendimiento. Estos mínimos morales ponen los cimientos para la
construcción de una civilización mundial, concibiendo la invitación al diálogo
de las culturas como la piedra angular para edificar la civilización de lo
universal; se trata, en efecto, de un fenómeno de globalización semejante al
actual modelo neoliberal en el que estamos irremediablemente inmersos, pero
adoptando un marco ideológico totalmente opuesto. Y es que si bien es cierto
que la construcción de una civilización mundial es algo inevitable, sí es
cierto que existen modos correctos y modos incorrectos de hacerlo; de ahí la
necesidad de una rectificación urgente. Exactamente lo mismo, pero a nivel de
España, es preciso y necesario realizar.
LA
ACCIÓN
En el conjunto de nuestro
comportamiento consciente hay cosas que hacemos intencionadamente,
voluntariamente; de ahí que para determinar a qué vamos a llamar acción en
sentido estricto conviene distinguir entre las voluntarias y las involuntarias.
A la vista de esta clasificación,
podemos decir que las acciones en sentido estricto son las conscientes y
voluntarias, esto es, las que un sujeto realiza con la intención de alcanzar un
fin. La ética y el derecho son los saberes que tienen un interés más inmediato
en aclarar cuándo una acción es propiamente voluntaria, porque, para alabar una
conducta o censurarla moralmente, como también para decidir si es delictiva y
merece un castigo, es indispensable que el sujeto haya sido dueño de hacerla o
no, resultando responsable de ella.
Para que se produzca una acción,
es preciso que concurran al menos los siguientes elementos: creencia, que es lo
que mueve realmente la vida de las personas, lo que nos hace actuar como lo
hacemos, se trata de aquello que opera ya en nuestro fondo (Ideas y creencias,
Ortega y Gasset); la intención, puesto que la conducta de tiende a una
inclinación a la realización de ciertas acciones, aun siendo esta inclinación
inconsciente; la actitud, que se trata de una predisposición a actuar en una
determinada manera ante ciertas situaciones o personas, pero que no son
innatas, sino que se adquieren durante el curso de la existencia; los fines y
los medios, que significan los deseos de los que nos hemos hecho conscientes y
que nos proponemos realizar; las consecuencias, puesto que toda acción conlleva
un resultado como estado final del proceso que implica, si bien es cierto que
el agente puede perseguir un resultado y encontrarse con consecuencias no
queridas por él (consecuencias previsibles e imprevisibles); y el sentido, que
es lo que permite conocer por qué ocurre una acción y por qué se ha
desarrollado de un modo y no de otro.
Hasta ahora, hemos tratado sobre
la acción como si cada cual actuase para alcanzar sus metas sin contar con las
acciones que pueden efectuar los demás; sin embargo, lo cierto es que la mayor
parte de nuestras acciones son sociales, y en ellas contamos con más de un
sujeto, de modo que el sentido que cada uno da a su acción depende del
comportamiento de los demás. La clave de sus actuaciones es entonces el
conocimiento recíproco.
Para comprender una acción social
es necesario discernir de qué tipo de acción social se trata; es por eso que
comprender el sentido de las acciones ajenas es aquí un instrumento para sacar
el mayor beneficio, no algo valioso por sí mismo, y en muchas ocasiones
conlleva a dilemas (El dilema del prisionero, D. Gauthier, La moral por
acuerdo). En cualquier caso, conviene recordar que los juegos pueden ser de
suma cero, aquellos en los que lo que gana uno lo pierde otro, o de no suma
cero, esto es, cooperativos, aquellos en los que todos pueden salir ganado si
colaboran.
TRABAJO
E INTERACCIÓN
En el mundo moderno, con el
surgimiento del sistema capitalista, se produce una transformación asombrosa
del trabajo: abandona la esfera doméstica y ocupa el centro el centro de la
pública, porque la economía ha pasado a ser un potente motor de los cambios
sociales, cuando antes se reducía al gobierno de la casa.
Al menos cinco características
del trabajo en el mundo moderno explican su protagonismo. En primer lugar, que
el trabajo confiere valor a las cosas; por ejemplo, un campo cultivado es
infinitamente más valioso que uno inculto, y los productos que consumimos han
sido elaborados por medio del trabajo y eso es lo que los hace valiosos. Por
eso es natural y precisa la distinción de Adam Smith entre trabajos
productivos, que añaden a los objetos un valor duradero, e improductivos, que
carecen de valor porque no se plasman en un objeto duradero. En segundo lugar,
el trabajo parece justificar el derecho de propiedad. En tercer lugar, el
trabajo es medida del intercambio en una sociedad mercantil, de modo que el
trabajo parece ser un factor indispensable para fijar el valor de cambio de las
mercancías, ya que es un elemento común a todas ellas. En cuarto lugar, que el
trabajo es el factor estructurante de la sociedad, puesto que en la sociedad
moderna la economía es uno de los factores que explican su constitución y
cambios. Así la economía funciona sobre tres supuestos, todos ellos
inaceptables: que la naturaleza es un instrumento al servicio de las
necesidades y deseos humanos que hay que explotar por medio del trabajo; que
los medios de producción son de propiedad privada; y que la sociedad se divide
en dos clases sociales, una de los cuales posee esos medio (capitalistas) y
otra sólo puede vender su fuerza de trabajo para vivir (proletarios). El
trabajo socialmente relevante es el que se desarrolla en las fábricas, no el
doméstico, realizado por personas libres con capacidad de aceptar un contrato o
rehusarlo. En quinto y último lugar, que el trabajo es la esencia del ser
humano.
Por otra parte, el desarrollo de
la técnica permite garantizar un progreso indefinido en la producción de bienes
y, por tanto, mayores posibilidades de liberarse de la sujeción a la necesidad
natural.
Justamente cuando el trabajo se
considera incluso como la esencia humana, comienza la era de su mayor
deshumanización. El proletario se ve obligado a vender su fuerza de trabajo, su
presunta esencia, y el producto de su trabajo a cambio de un salario. Esta
acción por la que un trabajador pierde su esencia y el producto de su trabajo
es, nada más y nada menos, que la alienación; el proletario ya no es él mismo,
sino que se ha convertido en otro, en un extraño pasa sí mismo. Ahora bien, la
tradición marxista esperaba que de esta situación de injusticia surgiría la
revolución, que transformaría la sociedad. Los capitalistas tendrían que
invertir cada vez más dinero en nueva tecnología, cuando la ganancia no viene
del trabajo de las máquinas, sino del de los proletarios, con lo cual
terminarían en bancarrota. Y, por otra parte, los proletarios emprenderían una
revolución internacional que acabaría con la propiedad privada de los medios de
producción y, por tanto, con la división en clases de la sociedad y de la
alienación del trabajo. Se instauraría entonces el reino de la libertad, en el
que todos, como productores libremente asociados, dirigirían conjuntamente la
economía. Pero tal revolución no se ha producido, ya que el marxismo se olvidó,
entre otras, tres cosas: que si la actividad humana productiva puede llamarse
trabajo es porque las personas entablan al llevarla a cabo unas relaciones, las
relaciones de producción; que la ganancia no procede de la explotación del
trabajador, sino sobre todo del trabajo de las máquinas, y que el ser humano no
es esencialmente trabajador, sino miembro de una comunidad en la que la
capacidad de trabajar es sólo una de sus características junto a otras.
INDIVIDUO
Y SOCIEDAD
Cada uno de los seres humanos es
único e irrepetible, que merece un respeto muy especial; de ahí el concepto de
individuo. La Edad Moderna se caracteriza, entre otras cosas, por haber
conquistado los derechos y libertades individuales. Se entiende hoy, a
diferencia de lo que ocurría en otras épocas, que todo individuo humano es
sujeto de derechos que no deben ser ignorados ni violados. El humanismo
renacentista y el ascenso de la burguesía frente a la nobleza y el clero dieron
lugar a una nueva valoración de la persona individual y su libertad. Al
principio fue sobre todo un afán de romper con los rígidos esquemas de la
sociedad estamental, pero posteriormente se fue manifestando como un nuevo modo
de entender la libertad, muy distinto al de las épocas anteriores.
En efecto, a través del derecho
natural se afirma la idea de que, con anterioridad a la formación de las
comunidades políticas, es decir, por naturaleza, cada persona tiene unos
derechos que la sociedad debe respetar. A estos derechos se les llama también
libertades, puesto que consisten, por ejemplo, en el derecho a expresar la
propia opinión o libertad de expresión, el derecho a reunirse con otros o
libertad de asociación. Una persona es libre cuando se respetan sus derechos,
entre ellos, el de elegir a sus representantes que se encarguen de gestionar
las cuestiones públicas pudiendo así los individuos particulares disfrutar de
su vida privada. Así nacen los gobiernos representativos, en los que el pueblo
no gobierna directamente, como lo hacía en la democracia ateniense, sino a
través de sus representantes.
Cada ser humano es el único
propietario de su persona y de sus capacidades, sin que deba nada por ellas a
la sociedad. Se afirma que el individuo será libre en la medida en que sea propietario
de sí mismo, de sus capacidades y del producto de las mismas, sin depender de
la voluntad de los demás. En consecuencia, la sociedad es contemplada como un
conjunto de individuos propietarios que se relacionan entre sí mediante el
intercambio de los bienes y servicios que hayan sido capaces de acumular. Así,
cada uno ha de tratar de buscar su propio beneficio particular en toda relación
social, de modo que el Estado ha de velar por la protección de la libertad del
individuo y la propiedad privada de los bienes, para que puedan funcionar los
intercambios; sin embargo, sabemos que este tipo de individualismo reduce
excesivamente la realidad humana, puesto que toda persona, para llegar a serlo
y desarrollar sus capacidades, necesita el apoyo y la cooperación de la
sociedad en la que vive. No existe individuo humano que no tenga contraída una
deuda con la sociedad y que se pueda considerar a sí mismo totalmente
independiente de ella. Por eso es necesario hallar el equilibrio entre un
individualismo insolidario y un colectivismo que anule la individualidad,
abogando más bien por este último puesto que el primero no responde a la
realidad humana.
LA
ORGANIZACIÓN DE LA SOCIEDAD
Toda sociedad implica una forma
de organización, un conjunto de reglas de conducta que definen cómo deben ser
las relaciones entre sus miembros. Este orden social no viene determinado por
la naturaleza, sino que son las personas las que lo creamos y modificamos,
dando lugar a diferentes formas de organización social. Con el transcurso de la
historia, estas formas han ido aumentando su complejidad conforme lo han hecho
los problemas a los que cada sociedad debía enfrentarse; así, hoy es el Estado
post-moderno la forma más importante de organizar la sociedad, pero no la
única, y es que no debe confundirse lo público con lo estatal; de ahí la
importancia de distinguir de forma clara entre Estado y sociedad civil.
El primer rasgo específico del
Estado moderno es que pretende monopolizar el poder colectivo en su propio
territorio. De hecho, podemos definir el Estado como una asociación de tipo
institucional que en un territorio determinado trata con éxito de monopolizar
la violencia legítima como instrumento de dominio. Cuando hablamos de Estado,
no nos referimos a la sociedad en genreal, sino a una instancia concreta dentro
de ella que se caracteriza por ser una institución política, impersonal y
soberana con jurisdicción suprema sobre su territorio que tiene en exclusiva la
capacidad de promulgar leyes que regulan de modo público y obligatorio los
impuestos, cargos, recompensas, privilegios, derechos, obligaciones. Y tiene
una estructura unitaria de poder, que pretende ser legítima y que permanece a
través de los cambios de gobernantes y gobernados concretos. Este poder se
ejerce a través de una burocracia, un conjunto de funcionarias encargados en
una organización jerárquica específicamente dispuesta para administrar los
asuntos públicos.
Para que la sociedad funcione de
un modo más o menos satisfactorio y puedan alcanzarse metas colectivas es
preciso que las acciones individuales estén concretadas, y esto exige, a su
vez, la presencia de un poder capaz de influir sobre la conducta de las
personas, aun contra su voluntad, y de imponer sanciones y coacciones que
aseguren determinados comportamientos, en especial el cumplimiento de las
obligaciones que establecen las leyes. Pero este poder tiene que ser aceptado
por toda la sociedad, esto es, el derecho de los gobernantes a imponer su
voluntad debe ser previamente reconocido. La aceptación de este derecho por
parte de los demás es, nada más lejos, la legitimación, e implica que ese poder
y su ejercicio están justificados; no obstante, esto no implica que lo legítimo
sea legal ni que lo legal sea legítimo.
EL
ESTADO LIBERAL
La primera forma que adoptó el
Estado moderno fue la monarquía absolutista, una forma de gobierno en la que el
monarca representa la voluntad soberana y su palabra es la ley. Sin embargo,
las revoluciones de carácter liberal llevadas a cabo desde el siglo XVII en
adelante dieron lugar a una nueva mentalidad según la cual todos los miembros
de la sociedad, incluidos los gobernantes y el monarca, han de someterse a la
ley emanada de la soberanía popular, abriéndose paso el concepto de imperio de
la ley.
En la tradición liberal, el
derecho igual para todos garantiza un espacio de libertad en el que las
personas puedan actuar sin temor a interferencias arbitrarias o injustas; de
ahí el interés de la concepción liberal en la necesidad del imperio de la ley.
Así, el Estado liberal se enmarca como base de un sistema jurídico que responde
a tres principios: libertad de cada miembro de la sociedad, dependencia de
todos respecto a una única legislación común e igualdad de todos los
ciudadanos.
El punto de partida del
liberalismo es la creencia de que el individuo constituye el núcleo de la
actuación política, y por eso el Estado ha de garantizar su libertad de
actuación estableciendo un marco legal que proteja sus derechos. De este modo,
los individuos pueden perseguir sus intereses particulares de acuerdo con las
reglas de la competencia económica y del libre intercambio, sin que tengan que
ver coartadas estas libertades por el poder público. Desde estos presupuestos,
la política no se concibe como la búsqueda del bien común, sino como el arte de
equilibrar los distintos intereses. Así, las funciones básicas del Estado
liberal radican en proteger la vida de sus miembros, mantener la seguridad,
reducir el miedo y la incertidumbre, crear la paz civil, asegurar el derecho de
propiedad y facilitar el comercio.
El liberalismo entiende que para
que sea posible alcanzar estos objetivos, el Estado ha de ser constitucional;
un estado donde existe un sistema de reglas fundamentales o Constitución. Así,
el Estado liberal dio paso al Estado liberal y democrático de derecho cuando se
impuso que el sufragio universal y la regla de las mayorías eran las reglas que
debían regir el control del poder público. Por tanto, en un Estado liberal, la
economía se convierte en el núcleo de la sociedad, y es por esto que el Estado
nace como consecuencia del conflicto de intereses entre los miembros de la
sociedad y su fin básico es asegurar el crecimiento económico del que depende
la riqueza de la nación, y de ahí que deba limitar su actuación a facilitar la
producción, hacer respetar las leyes y el orden y proteger la propiedad y la
defensa exterior.
En cambio, el Estado liberal se
olvida de que la sociedad civil se compone de individuos movidos por su propio
interés y con una propensión al intercambio surgida a su vez como búsqueda del
mutuo beneficio, y es de esta propensión de donde deriva la aparición del
mercado, el cual, si llega a funcionar correctamente, sin intervención del
Estado y asegurando la soberanía del consumidor, entonces se alcanza el mutuo
beneficio.
El liberalismo surgió en un
primer momento como una reivindicación de garantías constitucionales y derechos
individuales, una defensa de la libertad frente al absolutismo. Pero pronto
pasó a convertirse en una doctrina acerca de la organización de la economía;
hoy día, incluye ambas dimensiones. Así el liberalismo político se centra en la
idea de que los seres humanos deben ser libres para perseguir sus propias
preferencias, lo que supone límites y controles al poder estatal; y el
liberalismo económico entiende el mercado como mecanismo básico de coordinación
social, donde el Estado debe permitir que el mercado cumpla su papel de
determinar los costes y precios sin pretender intervenir en él.
EL
ESTADO SOCIALISTA
Si el interés del Estado liberal
se centraba en la libertad individual, en la defensa de los atropellos del
poder político, el Estado socialista se propone atajar de raíz este problema:
para ello, propone establecer la igualdad material, defendiendo condiciones
sociales y económicas iguales para todas las personas. Mientras el Estado
liberal explica la acción social desde el interés particular, la competencia,
el Estado socialista lo hace desde la solidaridad, la cooperación. El Estado
liberal ofrece garantía de libertad individual y expansión de la libertad
economía, mientras que el Estado socialista garantiza la igualdad social y
económica como condición del efectivo ejercicio de la libertad. Asimismo, el
Estado liberal defiende la propiedad privada reforzando la competencia, cuando
el Estado socialista apoya las diferentes formas de propiedad colectiva
apoyando la cooperación. El Estado liberal separa el Estado de la sociedad
civil, cuando el Estado socialista planifica estatalmente la sociedad civil; e,
igualmente, el Estado liberal acentúa la importancia del mercado como mecanismo
de coordinación, mientras que el Estado socialista acentúa la importancia de la
planificación pública de la economía, controlando el mercado desde el Estado.
Esta preocupación por las
condiciones sociales que hacen posible la libertad conduce irremediablemente a
controlar el mercado porque, aunque éste parece responder a la libertad
individual, de hecho, al no existir igualdad de condiciones, oprime a unas
personas frente a otras, y es que el mercado no reconoce aspectos como la
dignidad, el respeto o el conocimiento reciproco, sino que solo entiende de
mercancías. De ahí que sea necesario interferir en el mecanismo del mercado y,
como solución óptima, eliminarlo, de modo que sea sustituido por el Estado.
Para ello, los derechos de propiedad y el control de los medios de producción y
distribución de los bienes económicos deben estar en manos de la sociedad
considerada en su conjunto como totalidad; de ahí el socialismo, y ser
administrados en interés de todos para asegurar la igualdad social. Así, el
Estado deja de ser un simple garante de la libertad, como ocurre en la
concepción liberal, para convertirse en el representante del bien común, de los
intereses de la sociedad.
Las estrategias para alcanzar
esta igualdad social se basaron, en un principio, en la subordinación del
mercado a las necesidades sociales, puesto que la socialdemocracia controla la
economía interviniendo en ella y restringiendo la propiedad privada,
distribuyendo así socialmente el poder político y fortaleciendo el Estado
democrático, proceso que culmina con la visión de que el Estado liberal es un
instrumento al servicio de la clase dominante, y es por eso que es preciso rechazar
no sólo los principios del libre mercado, sino también la idea liberal de un
Estado con poderes muy limitados, alcanzando así un proceso en el que se
suspendería el mercado y se socializarían los medios de producción, aboliendo
la propiedad privada y, con ello, la diferencia de clases sociales, lo que
desembocaría, como no puede ser de otro modo una vez que la sociedad ha
alcanzado su objetivo, en la destrucción revolucionaria del Estado.
EL
FIN DE LA DEMOCRACIA
Actualmente, el modelo de
democracia existente se halla en un marco elitista, reduciendo la democracia en
un mero mecanismo para aceptar o rechazar a las personas que deben ejercer la
actividad política. Ni gobierna el pueblo ni se pretende que lo haga, sólo se
le pide que legitime el derecho a gobernar de los expertos; por tanto, la
democracia no es el gobierno del pueblo.
Así, el método democrático se
reduce a un mecanismo para alcanzar decisiones políticas, en las cuales unos
individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha competitiva por
el voto del pueblo, de modo que la democracia es un mero mecanismo de mercado,
donde los consumidores son los votantes y los políticos, los empresarios. Ambos
buscan su propia utilidad y beneficio, limitando la democracia al derecho
periódico de escoger y autorizar un gobierno.
La democracia olvida que, el
desencanto y la apatía que se observa en la sociedad actual son un claro
síntoma de que se espera algo más de nuestra democracia. Por eso, frente a este
sistema, para conseguir una sociedad más equitativa hace falta un sistema
político más participativo, lo cual no implica en absoluto eliminar los
mecanismos de la democracia representativa, ni defender una democracia directa
incompatible con el tamaño, la complejidad y la pluralidad de nuestra sociedad,
sino que las elecciones, los partidos políticos y los representantes siguen
teniendo validez en este nuevo sistema. Pero se pide una profundización del
sistema en todas las esferas de la vida social, lo que implica, por una parte,
descentralizar el poder del Estado, transfiriendo competencias a órganos
federales y, por otra, hacer más participativas las instituciones que afectan a
la vida social, como las escuelas, empresas u hospitales, aunque en cada caso
tengan que ser diferentes las formas de participación. Esto implica que el
poder del pueblo no significa sólo un mero poder de decidir quién ha de
resolver los problemas, sino también el poder de solucionarlos por sí mismo;
por tanto, la libertad que nos proporciona un régimen de este tipo es, ante
todo, la libertad de autodeterminación para adoptar decisiones colectivas obligatorias.
La democracia actual, en
definitiva, propugna un método para al elección de élites cualificadas, con un
gobierno parlamentario con ejecutivo fuerte que limita la participación a las
elecciones periódicas de los gobernantes, existiendo una competencia feroz
entre partidos y siendo la sociedad civil mínimamente intervenida por el
Estado, extendiendo al máximo la sociedad de libre mercado. Es preciso pues un
nuevo sistema en el que la sociedad deje de jugar un papel pasivo, creando una
relación directa entre participación e igualdad, de modo que los ciudadanos
participen activamente en el gobierno y en la regulación de todas las
instituciones clave de la sociedad, con lo que los partidos políticos dejarían
de ser rivales y poseerían una estructura interna mucho más democrática,
vinculados a programas políticos, afirmando el derecho fundamental de los
ciudadanos a controlar la actividad de la administración, y participando en la
efectiva realización de los derechos sociales económicos y ecológicos, estructurando
democráticamente la economía y la sociedad civil.
EL
TRIUNFO DE LA IGUALDAD
En el pensamiento socialista, la
justicia ha sido entendía generalmente como abolición de los privilegios
socioeconómicos de los poderosos. Ahora bien, entre las distintas propuestas
socialistas, existe una gran variedad de planteamientos de este ideal y de los
medios para alcanzarlo, siendo quizás la más efectiva la destrucción definitiva
del Estado.
En las primeras décadas del siglo
XIX se observó que no es posible una sociedad próspera y justa sin abolir la
propiedad privada de los medios de producción, o al menos restringirla
radicalmente. De ahí que debamos considerar correcto el planteamiento
anarquista de que la justicia será el resultado de un cambio profundo de las
personas y de las estructuras sociales, que sólo se puede producir con la
abolición del Estado y de cualquier otro tipo de opresión. La justicia es, en
esencia, una sociedad solidaria, auto gestionado y federalista, que sólo podrá
hacerse efectiva mediante la lucha organizada de los trabajadores, haciendo
pues notoria la importancia de los sindicatos. No obstante, la abolición del
Estado no es algo que podamos efectuar sin más, sino que se autodestruirá al
final de un largo proceso revolucionario cuando la sociedad funcione como una
unidad de productores libremente asociados y en la que cesará la división entre
explotadores y explotados. Tras la revolución proletaria, vendrá una fase
socialista y en ella la distribución justa de los bienes sociales se hará bajo
el principio de exigir de cada uno según su capacidad y dar a cada uno según su
contribución. Pero más adelante, cuando se alcance la fase comunista,
caracterizada por la sobreabundancia de bienes y la desaparición del Estado, la
distribución adoptará el principio de exigir a cada uno según su capacidad, dar
a cada uno según su necesidad. En esta sociedad, se da una situación ideal
donde impera una total igualdad económica, donde la propiedad privada no tiene
lugar, de modo que no existe la competencia sino que el fruto del trabajo es
recogido por la comunidad, que lo redistribuye; tampoco existe el dinero,
puesto que la economía se apoya en el intercambio de prestaciones y trabajos,
existiendo una estructura social democrática fuertemente planificada, siendo el
principio básico de la convivencia la tolerancia. Todo esto lo ampliaremos más
adelante.
REVOLUCIÓN
COMUNISTA
Las ideas socialistas surgen en
parte por la convicción de que el ser humano es capaz de transformar la
sociedad, y en parte por la desilusión de los resultados que dio el Estado
liberal, que había declarado la igualdad de todos los hombres pero nada había
hecho para mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadoras.
Analizar la historia para
descubrir cuáles son sus leyes y quiénes y con qué medios van a transformar la
sociedad constituye una forma de análisis a la que se ha denominado
materialismo histórico y constituye la base del comunismo, puesto que las
transformaciones económicas no pueden desembocar sino en una revolución de la
que surgirá paulatinamente una sociedad sin propiedad privada y sin clases,
suprimiendo toda forma de autoridad puesto que todos los seres humanos somos
igualmente libres. Es preciso pues abolir las estructuras del poder, la
educación y el apoyo mutuo, puesto que las especies que sobreviven no son las
más egoístas e insolidarias, sino aquellas cuyos individuos más se ayudan entre
sí.
El hombre, tan pronto satisface
sus necesidades nutriéndose de la naturaleza y procreando, produce la vida
humana, la propia y la social, dando lugar a la primera relación social que es
la familia. Pero en tanto fabrica los instrumentos para la producción de su
vida y los suyos crea nuevas necesidades que traen consigo la cooperación y la
división del trabajo, las relaciones sociales; así, el hombre se hace humano en
sociedad. Se trata pues de un naturalismo en contraposición al idealismo, y en
tanto en cuanto es un naturalismo, es un ateísmo, puesto que la explicación
dialéctica, si ha de ser puramente natural, ha de excluir cualquier realidad
trascendente.
La alienación religiosa es pues
el paradigma de toda forma de pérdida de sí mismo, puesto que la religión es el
producto visible de una compleja conciencia ideológica que encubre una realidad
social humana contradictoria y desgarrada. La llegada del Estado laico
desvinculado de la religión a través de las tesis marxistas supone pues una
crítica justificada del modo de existencia religioso, que no son otras sino la
inseguridad y la abyección de la criatura ante el Creador, de modo que el
sentimiento religioso disocia al hombre de su propia naturaleza porque hace que
los deseos y la carne le sean ajenos y enemigos. El modo de existencia
religioso es, simplemente, alienación, miseria, cuya explicación ha de buscarse
en su condición social: el ser humano elabora la religión desde la desgracia,
desde la opulencia satisfecha.
No obstante, la alienación
religiosa tiene su explicación en las condiciones de escisión y degradación del
hombre en su condición social, puesto que consiste en la división existente
entre el estatuto de libertad e igualdad de los ciudadanos como tales y la
situación creciente de desigualdad y dominación en las relaciones laborales
privadas que se derivan de la libertad económica.
Asimismo, existe una alienación
social debido a la existencia de dos clases sociales antagónicas, empresarios y
trabajadores, lo cual es una contradicción profunda que hace imposible el
funcionamiento del Estado liberal al no poder garantizar la igualdad; se crea
una ciencia del derecho que afirma la existencia de una institución que vele
por la igualdad de derechos ante la ley, pero que en realidad produce una falsa
conciliación puesto que concluye en una desigualdad real. Desde mediados de
siglo XX es cada vez más claro que el enfrentamiento de las clases sociales
carece de solución política, porque la clase dominante a conquistado el poder
político hasta el punto de que el gobierno no es sino una delegación que
administra los negocios comunes de la clase más apoderada. Esta imposibilidad
de una solución política lleva a descubrir el hecho material radical que de
manera oculta determina la vida de los hombres en el sistema de producción
capitalista, puesto que la explotación del trabajo en el capitalismo explica
esas dos formas de hombre alienado que son el obrero y el propietario. Esta
división del hombre consigo mismo es el resultado de la realidad última de que
debemos partir de cero, comenzar de nuevo, de modo que siguiendo el movimiento
dialéctico de lo real, se extraigan las razones de las alienaciones para poder
transformar la realidad.
El sistema de producción
capitalista engendra por la competitividad una ley de tendencia en la baja del
beneficio y esta ley a su vez obliga a la superproducción, lo cual amenaza al
propio sistema. El empresario debe reinvertir los beneficios en nuevas máquinas
de mayor rendimiento aumentando la producción con independencia de la demanda
como única fórmula de sobrevivir dentro del sistema. Al tiempo recibe una plusvalía
relativa, aumentando por exigencia de la producción la jornada de trabajo y
manteniendo los salarios. Como resultado hay una acumulación de mercancías con
valor de uso, pero sin valor de intercambio, cuya consecuencia es lógicamente
la destrucción de puestos de trabajo y la disminución del poder adquisitivo de
la clase trabajadora, de modo que el consumo baja o, en su defecto, se estanca.
Por tanto, es irremediable que existan crisis periódicas en el sistema
capitalista a la par que se agudiza la alienación de la clase trabajadora.
La máquina de vapor introduzco en
sistema capitalista industrial. Las relaciones sociales han tenido que ir
pasando por la presión de las fuerzas productivas del esclavismo al feudalismo
gremial, a las formas de división del trabajo de la primera industria manufacturera,
y, finalmente, a las nuevas relaciones entre patronos y obreros de la
producción industrial capitalista. Ello no se ha producido ciertamente con
crisis revolucionarias y luchas de clases: la historia entera es, en este
sentido, lucha continúa de clases. Lo que define el modo de producción
industrial capitalista es la separación de los medios productos respecto al
trabajador, es decir, la propiedad privada de los medios productivos en manos
del empresario, lo que da lugar, de una parte, a la acumulación del capital que
requiere el sistema y, de la otra, al proletariado desposeído que aporta su
fuerza de trabajo como mercancía que lo alimenta.
Las crisis económicas del sistema
de producción capitalista demuestran que el capitalista no puede subsistir como
tal en el sistema sino aumentando el proceso de pauperización de la clase
obrera, lo cual pone en crisis a su vez todo el sistema de producción; es un
sistema que tiende a auto destruirse por naturaleza. el absoluto que es el capital
supone y requiere una demanda absoluta en la sociedad, pero el subconsumo que
provoca la masa trabajadora hace patente la contradicción interna entre esas
fuerzas productivas crecientes y las relaciones sociales determinadas por el
modo de producción. La demanda se estanca o disminuye como consecuencia
inmediata de que las relaciones de producción en que el trabajador ha quedado
reducido al subconsumo y mercancía de trabajo a causa de la propiedad privada
de los medios de producción.
El comunismo desentraña los
secretos de la sociedad, de la política y de la economía desde la praxis
originaria del hombre que es la producción de la vida social, tanto en los
orígenes como a lo largo de toda la historia. En función de la propia crisis interna
del sistema capitalista y de la conciencia de explotación de una creciente
clase trabajadora, es insalvable la revolución proletaria que trae una sociedad
sin clases y la eliminación de las alienaciones.
Todas las revoluciones históricas
han sido anteriormente revoluciones políticas, en las que una clase ascendente
ha desbancado a la clase dominante anterior, pero la revolución en la que la
nueva situación histórica se está fraguando desde la entraña misma del sistema
capitalista no es ya para la alternancia política en el poder, porque es la
revolución del socialismo científico.
Cuando el proletario haya
descubierto el resorte último de la explotación y de todas las alienaciones en
la propiedad privada de los medios de producción, hará la revolución proletaria
que rompa la estructura económica básica, colectivizando dichos medios
productivos y negándose con ello a sí misma como nueva clase dominante. La
nueva clase hegemónica se afirma negándose a sí misma como clase. La oposición
de las fuerzas productivas del sistema de relaciones sociales logrará el salto
dialéctico a la síntesis de la sociedad sin clases.
Lo que ocurrió en la Unión de
Repúblicas Socialistas en 1917 no fue el comienzo de una revolución comunista.
Se llevó a cabo la socialización de los medios de producción pero la clase
trabajadora nunca llegó a ser hegemónica, sino que una clase dirigente, lejos
de caminar hacia la supresión del Estado, lo fortaleció totalitariamente, de
modo que si distribuyó los bienes con mayor justicia lo hizo a costa de las
libertades individuales. Estos errores no deben volver a suceder en la
historia.